lunes, 15 de noviembre de 2010

II

 

                                Para Guadalupe

 

Poco a poco me fui acercando a ella, hasta llegar a rozar su hombro. Al sentirme allí, justo a su lado, se secó las lágrimas rápidamente creyendo que no lo había notado. Hola, me dijo, y me sonrió. Yo, preocupado, le pregunté por qué lloraba, ella negó haber estado llorando y volvió a sonreír, pero más ampliamente esta vez.

En un repentino atrevimiento, tomé su zurda entre mis manos y le pedí que no fuera tan cerrada conmigo, ella cedió y me regaló todo el brazo sólo para mí. Al ver que estaba tan tranquila ante mi actitud atrevida, me aventé aún más, tomé su mano y la besé como si fuera el mismo vientre que me parió. La besé una y otra vez más, hasta llegar a su mejilla, donde me detuve y la miré atento: estaba sonrojada hasta las orejas. Solté su brazo y tomé su barbilla, la hice mirarme a los ojos y, un segundo después, sentí su boca lanzarse sobre la mía.

Sus labios me parecieron suaves, de rico sabor. Su aliento sobre mi rostro me estremeció, tal como al estremecía a ella mi tacto sobre sus brazos, sus hombros, su rostro. Miró al suelo tímidamente. Y yo la miré a ella. Entonces supimos que ese era el fin, que todo había terminado.

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