viernes, 23 de septiembre de 2011

María lava la ropa.

 

María entra a la habitación, recoge toda la ropa sucia y la apila frente a la cama. Se sienta, lo mira a los ojos, a sus inexistentes ojos lo suficientemente irreales como para ser de entes divinos, omnipotentes y creadores. Le ama. Es su amor, el hombre de su desdichada vida.

Sonrie. “Es mucho mejor verte sonreir que verte desnuda”. Sonrie. Se desnuda. “Eres hermosa”. Le da miedo, se esconde.

Maria lava la ropa. Toma la ponchera azul, la llena de maloliente ropa sucia, la coloca en su cabeza y camina hasta el rio, como siendo mujer de mentiritas. Coloca la ponchera en la orilla y echa el jabón en el agua.

Antes de mojar la ropa, la toma entre sus manos y memoriza su olor: huele a hombre perdido y a amor frustrado. Toma la ropa y la introduce en el agua, la moja, la deshace, la olvida.

Cuando terminó de lavar la ropa ya era otra mujer, diferente a la Maria que lavaba, diferente a la Maria que cargaba la ponchera, diferente a la Maria que amaba y se moría de tristeza; ahora mi Maria es la Maria que desaparece poco a poco mientras lleva una ponchera azul curtida y vacia entre las manos, la que no se desnuda después de un rictus patético, suplicante, pero infranqueable porque se le antoja mal visto, la que está sola y es la inmensidad misma.

Pronto el rio esta vacio y de desgasta en sus causes la pasta de jabón.

Maria es una buena chica. Una triste chica. Un día me contó que compró Rayuela porque creía que el chico que le gusta la amaría si lo leía. Me dijo que nunca pudo leerlo, su mente se blockeaba. Es la chica mas triste de toda la calle.

“Nada. He existido” diría Sartre, y yo tuteo con calma. “¡Mención especial a la frase de las heces de burro que es tan pero tan hermosa!”.

Amaba las mujeres que Maria era antes de aprender a desnudarse tras un rictus patético, suplicante, pero infranqueable. Esa que lavaba la ropa pero no la volvía inmensidad al tacto, la que bailaba al ritmo del merengue en mi salsa, la que tenia la risa de diosa, la que me miraba con ojos que piden, la que era hermosa aun sin sus manos maltratadas.

Con las manos bien cuidadas no hay cosa más triste que pasarse el día con las tres mismas canciones de The Smiths como soundtrack. Es casi doloroso.

“Last night I dreamt that somebody loved me”, “I know it’s over”, “Unlovable”. Entonces suena “The boy with the thorn in his side” y te meas de la risa. Eso. La cosa es que María no habla inglés, no lo entiende, y se muere sin saber lo miserable que era en verdad.

Cuando Maria sepa que escribo sobre ella, se morirá de la vergüenza. Cuando sepa que olvidó el jabón en el rio, que se deshizo, que ya no es solo suyo, sino de todos los entes divinos, omnipotentes y creadores de su pueblo, deseará nunca haber amado a esos ojos inexistentes que no merecen la pena, que la hacen inmensa, que dan miedo, que no son mas que dos bolas de palabras de aire, pleonasmos gastados y palíndromos dichos por decirlos, de mierdas y coños intangibles, de ojos que son lo que son. Cuando por fin sepa que María es María y que ambas son ella, desaparecerá, y perderá la inmortalidad que por pena le he regalado.

Lava la ropa. Sonríe. “Eres hermosa”. Se muere. Me muero.

María entró a la habitación, recogió toda la ropa limpia y la clasificó por colores en pilas sobre la cama. Se sentó, lo miró a los ojos, a sus inexistentes ojos lo suficientemente irreales como para ser de entes divinos, omnipotentes y creadores. Le amó.

Toma la ropa, la introduce en el agua, la moja, la deshace, se olvida.