lunes, 9 de mayo de 2011

VI

Cada día era lo mismo. La misma rutina de siempre. Despertaba, tomaba una ducha, desayunaba y se iba al trabajo. En las noches, iba a la librería y se traía consigo unos treinta libros que jamás leería, solo los organizaría en los estantes que llenaban las paredes y los dejaría allí para siempre, intocables, magnificentes.

Ah, puta que era.

Miserable.

Me sentía miserable. Me dolía el pecho. Escuchaba a La Roux y me sentía aun peor. Mi madre estaba en la sala. Me sentía miserable. Leía a Carlitos y me sentía miserable. Pensaba y me sentía miserable. Me dolía el pecho. Era miserable.

Había, al fin, luz, pero estaba atrapada en mi habitación con la cicatriz de una erección en la mano y ganas de morir. Sí, que miserable. Y luego vinieron las sombras y me dio miedo. Lamí mi mano y la ame, la ame por estar sucia, la ame por ser tristemente una puta, la ame por ser real, la ame por las marcas que había en ella: cálido y líquido supuesto amor.

Las sombras salieron de la habitación y yo las seguí confundida hasta la calle, pero me dio miedo la gente que llenaba el aire y volví adentro. Había un hombre en mi cama que me miraba y me pedía que me pusiera una falda y me la levantara para él. Lo hice. Sonrió y me le acerque, pero él me hizo a un lado y me dejo.

Que triste… ¡Que miserable!