sábado, 3 de marzo de 2012

Ego ergo ego.


Abres los ojos, ves. Respiras, te mueves, escuchas, eres. Lo que hay a tu alrededor te entra por los ojos tan de repente, que te extraña: estás en una habitación, sobre una cama, al lado hay una bacinilla y una pequeña abertura en la pared por donde, al parecer, "esa persona" te provee de alimentos, aunque tú no sabes nada de esto, acabas de nacer.

La realidad te abruma. Te asusta entender las cosas que no conoces, el saber qué es el cielo sin que exista en tu pequeño cuarto, en tu mundo. Te levantas de la cama, caminas alrededor de la habitación: desde tu lecho hasta el orificio de la pared hay unos seis pasos. Miras hacia fuera, que es más adentro que donde te encuentras, y solo ves nada, infinito y un par de mentirillas revoloteando en el vacío. Es tu madre a quien miras, te dices a ti mismo. Te acuestas nuevamente en la cama y te echas a llorar. 

Piensas en colores, respiras en colores, tus lagrimas parecen arcoíris. Tu madre no tiene color. Suena la campanada de un reloj antiguo que no habías visto, que estaba incrustado en la esquina. Una mano te acerca un platillo por el orificio de la otra pared, tú te acercas y lo tomas.

Comes el puré de papas, las cebollas y zanahorias, el aguacate, el platillo. La misma mano te acerca ahora un vaso con leche, lo vacías en la bacinilla.

Das gracias a tu madre por la comida, te despides y le das las buenas noches, te acuestas en la cama, te echas a llorar, duermes.

Son las diez de la mañana, que sigue siendo mañana aunque tú no lo sepas. Te levantas: primero el pie derecho, luego el izquierdo, y, por último, tus infinitos tentáculos y pezuñas. Sientes un cosquilleo en la vejiga, como un calor, te acercas a la bacinilla, tomas tu miembro entre las manos y meas hacia el orificio de la pared. Tu madre bebe tus orines.

Comes tus papas, como siempre haces, y te echas a llorar en una esquina. Lloras, sigues llorando, no paras de llorar, las mentirillas del vacío lloran contigo, tu madre vomita jabón de cuaba y se lava en el. Tu madre está limpia y desaparece, pero no se va.

Te acuestas en la cama, levantas tus manos y ves que tienes cinco dedos (que son meñique, anular, mayor, índice y pulgar en cada mano, respectivamente) y le hallas parecido a tu miembro con ellos. Te mojas entero de una sustancia viscosa que emana de tu carne y nada hasta la superficie de tu acorazado ser. Sientes un vacío en la entrepierna, introduces dos de tus dedos, índice y mayor, en el. Comienzas a hacer movimientos en el vacío de tu entrepierna con ellos: los entras, los sacas, describes orbitas elípticas con ellos, los pegas duro contra la membrana que te pone alto, la traspasas. Te masturbas, aunque no lo sepas.

Llegas al clímax, orgasmo, todo termina. Sacas los dedos, que están ahora cubiertos de la misma sustancia que te mojó antes y los lames. Te echas a llorar, te duermes.
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Despiertas, aunque no lo sepas, y la realidad te entra por los ojos. Te asustas de saber qué es la arena, aunque no exista en tu mundo. Miras por el orificio de la pared y te alegras de ver que las mentirillas, la nada, el vacío y el infinito no están: tu madre se fue pero no desapareció. Entonces te acuestas en la cama y te echas a llorar y lloras, y lloras, y lloras, y lloras, y lloras por los siglos de los siglos, amén.


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