Cada día era lo mismo. La misma rutina de siempre. Despertaba, tomaba una ducha, desayunaba y se iba al trabajo. En las noches, iba a la librería y se traía consigo unos treinta libros que jamás leería, solo los organizaría en los estantes que llenaban las paredes y los dejaría allí para siempre, intocables, magnificentes.
Ah, puta que era.
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