Me sentía miserable. Me dolía el pecho. Escuchaba a La Roux y me sentía aun peor. Mi madre estaba en la sala. Me sentía miserable. Leía a Carlitos y me sentía miserable. Pensaba y me sentía miserable. Me dolía el pecho. Era miserable.
Había, al fin, luz, pero estaba atrapada en mi habitación con la cicatriz de una erección en la mano y ganas de morir. Sí, que miserable. Y luego vinieron las sombras y me dio miedo. Lamí mi mano y la ame, la ame por estar sucia, la ame por ser tristemente una puta, la ame por ser real, la ame por las marcas que había en ella: cálido y líquido supuesto amor.
Las sombras salieron de la habitación y yo las seguí confundida hasta la calle, pero me dio miedo la gente que llenaba el aire y volví adentro. Había un hombre en mi cama que me miraba y me pedía que me pusiera una falda y me la levantara para él. Lo hice. Sonrió y me le acerque, pero él me hizo a un lado y me dejo.
Que triste… ¡Que miserable!
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